Los grandes siempre están en la otra vereda, el Negro Jefe lo sabía. La noche del maracanazo se pasó en los bares, abrazado a los brasileros que se preguntaban quién era ese morocho grandote; eran tiempos sin tele.
Lo recibieron en Uruguay con carteles gigantes, todos querían una foto con Obdulio, menos Obdulio. Sin ganas de blanquear dirigentes que días atrás pedían una derrota respetable, se escapó tapándose el rostro con un sombrero.
En la vereda de su casa, las guardias periodísticas se sucedían día y noche, una entrevista con Varela era un Pulitzer asegurado y sobre todo miles de revistas vendidas. Pero él no quería fama, ¿qué querían saber? Estaba todo dicho: qué, quién, dónde y cuándo, el por qué era lógico. Definitivamente el Negro Jefe era el hecho maldito que el periodismo futbolero odia: ¿cómo no va tener nada que decir?
Y como el Negro no hablaba, no faltaron lo que hablaron por él, buscando un pedacito de gloria mientras que el ídolo, con el dinero recibido por el campeonato mundial, se compró un Ford del 32’ que se lo robaron a la semana.
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