9 abr 2010





No me llevo bien con mis tíos, y menos con los que veo poco. Vienen a casa y saludan con un afecto que no sé de donde lo sacan. No hay lazo, sólo un apellido. Se muy bien que nos les importo. Si estuviera en su consideración se preocuparían por no preguntar lo mismo una y otra vez: ¿qué instrumento tocabas? ¡Toco tía! ¡Toco la batería! Digo, mientras pongo los brazos en jarra haciendo notar con mi mirada los palillos tirados y mi pie izquierdo sincronizado a la perfección con la música de fondo. Pero hay un trasfondo que atraviesa toda charla filial: la comparación. Con disimulo torpe me cuentan los notables logros de mis primos: un casamiento con fiesta -¡ay mirá lo que te perdiste!-, vacaciones en la costa, un proyecto de vida. La comparación pasa por una competencia que nunca me tendrá de ganador y menos si el relato va por cuenta de mi tía, educadora de la competencia por excelencia. Y como no iluminar al sobrino, pobre infeliz que no sabe pisar hormigas, ¿qué será de su vida?, no importa mucho mientras se muestre el ejemplo para después decir: te dije, te dije.



Sobre la foto: no sé que hace los chicos en otros barrios, en el mio, se juntan en una esquina. Saludan, insultan, tiran besos, si tenés suerte te invitan un tereré o un fulbito, también te pueden pedir un pucho. Pero nunca en la vida se niegan a una foto. 

No hay comentarios.: