El hombre podía esperar menos, casi
nada. Sus manos temblorosas decían lo contrario, querían verse abrazadas con
otras manos, transpirando, irse juntos. No tuvo ni eso, ni lo otro. Se tomó del cuello,
se hizo masajes. Como las palabras no salían, pedía en silencio que algo lo
deje rendido en el suelo. El tiempo era poco, prometió volver por más. Fue relojero de los recuerdos. Pieza por pieza
fue uniendo aquello que nadie recordaba. La barba crecía junto con las ojeras
formando un identikit suicida. Pero no se quería morir, y apenas terminó su trabajo
pudo volver con las manos abiertas, a pedir, a esperar. Nunca sabremos si recibió
más que el parpadeo de una mosca o el ruido de una moto en Taiwán. Lo que
fuere, todo servía para él.
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