25 feb 2013



El hombre podía esperar menos, casi nada. Sus manos temblorosas decían lo contrario, querían verse abrazadas con otras manos, transpirando, irse juntos.  No tuvo ni eso, ni lo otro. Se tomó del cuello, se hizo masajes. Como las palabras no salían, pedía en silencio que algo lo deje rendido en el suelo. El tiempo era poco, prometió volver por más.  Fue relojero de los recuerdos. Pieza por pieza fue uniendo aquello que nadie recordaba. La barba crecía junto con las ojeras formando un identikit suicida. Pero no se quería morir, y apenas terminó su trabajo pudo volver con las manos abiertas, a pedir, a esperar. Nunca sabremos si recibió más que el parpadeo de una mosca o el ruido de una moto en Taiwán. Lo que fuere, todo servía para él.

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