23 jul 2010

Ruidos en el cementerio





Cuando tenía 16 años subía al 104 para ir al ensayo de la banda, con el redo en una caja los platillos hacían equilibrio sobre el asiento mientras pagaba el pasaje, el chofer se repetía en chistes, eran tiempos de la burbuja punk, la hermosa burbuja adolescente. Creía en la existencia de tres guitarristas por cada batero, cinco novias dispuestas por cantante por media mujer con intenciones de intercambiar saliva con un baterista sudado y que cualquier periodista pensaría tres veces antes de hacer una nota con un batero y no con los denominados líderes naturales. Lejos de molestar, la indiferencia hacia el instrumento de madera y el ejecutante de los palos en mano me parecía un regalo: si nadie se mete hago lo que quiero.

Según la teoría de un amigo en cada hijo del medio hay un baterista potencial, cuestión que ejemplificaba sólo conmigo y con el triste fundamento de la indiferencia. En fin, no pienso en el inicio sino en el final, y me arriesgo a decir que para matar un baterista se necesita que tome 40 medidas de vodka en 12 horas y que se ahogue en su vomito. Así murió John Bonham, cualquier cantante de micrófono inalámbrico se iría a dormir con dos o tres tragos, pero John -y haciendo un juego de palabras boludo- tocaba como tomaba. Esa es la peor forma de explicar -pero la más gráfica- el cambio de estilo que llegó con Bonham, superponer la potencia sobre lo estilístico. Pero no todo es color rosa, el cambio implicó para los distraídos tapar con imagen las carencias musicales, de ahí la fórmula rokera: dejar un cuerpo bonito…

La historia rumorea cifras millonarias que se ofrecieron en su momento para que Led Zeppelín siga, pero no, sin Bonham no había banda. Si viviera sería empresario, budista, icono rockero que vive encerrado en su mansión. Las posibilidades son muchas, pero nunca hubiera protagonizado un reality en MTV, porque sabía que lo suyo no era imagen, solo un poco de ruido.  

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